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Candyman (2021) | República Cinéfila

Candyman es la nueva versión del clásico de terror de los años 90’s, un filme al que no le cuesta generar climas, pero que por poco se ahoga en medio de la declamación y el subrayado.

La crítica especializada, en particular la norteamericana, viene hablando maravillas de la nueva versión de Candyman, que en verdad es una secuela de aquella película de 1992 dirigido por el cineasta Bernard Rose, y que ignora lo sucedido en las anteriores secuelas. No es una decisión desacertada, considerando que era poco lo que aquellas cintas aportaban al material original, pero lo cierto es que responde a una tendencia dominante en los últimos años, que es la de repensar a los grandes iconos del género a través de los discursos actuales. Como sucedió con el largometraje de Halloween en 2018, es posible advertir desde la misma elección del título la intención de reboot, aunque se presente como una continuación; no es Candyman 2, sino simplemente Candyman. Puede ser algo menor, pero no deja de ser una declaración.

 

El nombre clave detrás de este proyecto cinematográfico, el que sirve para entender las intenciones y también los resultados, es el del actor, guionista, productor y diretor Jordan Peele. Comediante de trayectoria, en 2017 se estrenó como director con ¡Huye!, a la que los críticos y los premios recibieron con brazos abiertos, encumbrando a Peele no solo como el futuro del cine de terror, sino también como la esperanza negra en Hollywood. Una especie de ángel salvador, y también vengador. Por supuesto que Peele tomó el manto y continuó con producciones fílmicas que buscan indagar y combatir el racismo en Estados Unidos, ya sea dirigiendo porque estrenó su segunda cinta Nosotros en 2019, o escribiendo y produciendo, como es el caso de la serie televisiva Lovecraft Country y esta nueva Candyman, dirigida por Nia DaCosta.

Lo cierto es que tanto ¡Huye! como Nosotros eran películas más o menos efectivas, que tenían su cuota de trazo grueso y falta de matices, pero funcionaban a partir de su ritmo y sus ideas visuales, con una puesta en escena que en ocasiones lograba secuencias de auténtico terror. En Candyman esa apuesta estética se redobla, pero sobre todo se redobla o triplica la apuesta discursiva, que es en el fondo la que le importa a Peele, y lo que queda es un film mucho más confuso, trillado y vacío que lo que su superficie lustrosa pretende mostrar. La historia es la de Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II), un artista plástico con una crisis creativa que, luego de escuchar la historia de Candyman en una sobremesa, comienza a investigar y a obsesionarse con la popular leyenda urbana. Después de un encuentro con William Burke (Colman Domingo), el dueño de una lavandería experto en Candyman a quien vimos de niño en el prólogo de la película, ubicado en los años 70, Anthony empieza a experimentar cambios en su trabajo, con una oleada furiosa de inspiración que se lleva puesta su relación afectiva con Brianna (Teyonah Parris), y también en su cuerpo, con una picadura de abeja que va creciendo como una infección terrible.

Candyman
Teyonah Parris como Brianna Cartwright en Candyman, dirigida por Nia DaCosta.

No es una novedad para el espectador que vio el tráiler: lo que le sucede a Anthony es una transformación paulatina en Candyman, algo que también se relaciona con su propio pasado y que no es difícil de adivinar, primero porque se apellida McCoy, y después porque la película lo da a entender desde el vamos.

Un gancho, racismo, mártires y gentrificación, así lo ha revivido en este filme al asesino de los años 90 con una nueva generación que está descubriendo, y asustándose, con la leyenda de Candyman que ahora que ha llegado la nueva película, remake/secuela del clásico del 92. La historia de esta cinta muestra al artista visual Anthony (Yahya Abdul-Mateen II) investigando la verdadera historia detrás de Candyman. El problema es que lo hace tan bien que se acerca más de la cuenta. Recordar que en la trama Anthony McCoy es el bebé que Candyman secuestró en la primera película ya que en la cinta original lo salvó Helen Lyle (Virginia Madsen), que se sacrificó a sí misma para matar a Candyman y recatar al bebé de la hoguera.

No tardamos en descubrir que su madre, Anne-Marie con una Vanessa Estelle Williams que repite papel le ocultó este pequeño trauma infantil. Cuando Anthony lo descubre se obsesiona y se pone a investigar la leyenda de Candyman. Pero hay que aclarar que el Candyman que investiga no es Daniel Robitaille sino Sherman Fields (Michael Hargrove), acusado de dar caramelos mezclados con cuchillas de afeitar a los niños. Después de descubrir su vínculo con Candyman, a Anthony le preocupa haberlo descubierto todos esos años después y dando lugar a una nueva ola de violencia. Sin embargo, en realidad es obra de William traer a Candyman de vuelta a la conciencia pública como un intento de salvar a Cabrini Green de una mayor gentrificación.

Esta es una reintepretación a manera de secuela del clásico de culto que recae en el trauma de su comunidad. La película de 1992 dirigida por Bernard Rose y protagonizada por los actores Virgina Madsen y Tony Todd, está basada en un cuento escrito por el novelista y guionista Clive Barker titulado The Forbidden.

La cinta nos presenta a Helen, una estudiante de semiótica en Chicago que investiga una leyenda urbana conocida como Candyman. Aquella solía ser una constante entre los habitantes de Cabini Green, un complejo de vivienda pública en Chicago. Candyman resultó un éxito de culto que derivó en dos secuelas, con el mismo Tony Todd como el villano, pero que no estuvieron a la altura de la película original. Ahora la directora Nia DaCosta aborda esta reinterpretación de Candyman de una forma que le permite tocar temas que han estado presentes en la agenda de la comunidad negra a lo largo de los años desde la gentrificación, a crímenes de odio y hasta el arte mismo: pintores, artistas plásticos y curadores.

Esta Candyman no carece de momentos de terror y horror ya que los tiene, son presentados de forma elegante. Las muertes de las víctimas no escatiman en mostrar sangre al por mayor o incluso recursos que no se ven en cintas de gran estudio. Especialmente una de las muertes que ocurre sin audio y sin cortes, todo mientras la cámara se aleja lentamente de la zona del crimen. El giro que Peele y DaCosta le dan, podría pensarse, responde a la agenda social de la comunidad negra en el último año. Pero hay que recordar que la película se rodó mucho antes del movimiento Black Lives Matter. Sin embargo, el terror que vive aquella comunidad en el vecino país, desafortunadamente no ha cambiado, porque aunque el Black Lives Matter obtuvo mucha fuerza en ese país y a nivel global, siempre será necesario recordar el pasado por más doloroso que éste sea y en esta cinta marca mucho el contexto de la historia.

Candyman
Candyman, en silueta, en Candyman, dirrigida por Nia DaCosta.

Le doy un 8.5 de calificación porque aquí hay muchas buenas ideas, temáticas y visuales, dando vueltas en Candyman.

Con una trama donde en un barrio residencial en la ciudad de Chicago que lleva desde mucho tiempo con una leyenda, solo un rumor, de que un asesino con un gancho anda suelto por el barrio y aparece si dices su nombre cinco veces. Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen) y su novia Brianna Cartwright (Teyonah Parris) se mudan al barrio inconscientes de todo esto. Se habla de la gentrificación de Cabrini Green, del rol de los artistas en ese proceso, del lugar que ocupan las minorías en el mundo de las galerías, de la función perezosa y determinante de los críticos. También se habla del racismo histórico en Estados Unidos, de la violencia institucional, de la brutalidad de los policías blancos. Se habla y nunca se deja de hablar, de enfatizar, de poner en palabras lo que un plano o dos podrían mostrar mejor.

Y es curioso, porque DaCosta no pareciera tener problemas para crear imágenes. Pero la convivencia entre los temas del guion, que nunca es armoniosa, sumado al trazo grosero con que se presentan muchas de las situaciones, termina por anular los aciertos visuales, como esas sombras chinescas para abordar episodios del pasado, o el uso notable del fuera de campo y de los espejos para ir construyendo la presencia de Candyman. Una presencia que, por otro lado, nunca llega a tener peso, y quizás sea ese el peor pecado de la película. En una vuelta arriesgada, pero derrotada por la manipulación, esta versión propone que el Candyman que conocemos no es el definitivo, si no uno más en una larga lista de víctimas que se cobró el racismo. Candyman ya no es el espíritu vengador de Daniel Robitaille: ahora es un concepto, la manera con la que la población negra de Cabrini Green enfrenta la segregación y el odio de los blancos.

Una tesis que era justamente la que tenía Helen en la primera parte, formulada desde su posición social y académica, y que quedaba refutada por la propia película. Para esta nueva versión, Jordan Peele y el guionista Win Rosenfeld reimaginan la historia de la leyenda de Candyman pero logran mantener la esencia. Además, todo se mantiene en el mismo universo que creó Bernard Rose junto a Madsen y Tony Todd.

Candyman de 2021 hace lo que en su momento hiciera Colin Trevorrow con Jurassic World. Es decir, ser una especie de reboot que no borra las películas anteriores, pero no requiere que el público en general esté familiarizado con la original. Porque Candyman sí era producto del racismo, pero sus motivaciones era otras. Mientras el filme original abrazaba el lado fantástico y era capaz de tratar temas sociales y políticos sin ponerlos delante de la historia, esta Candyman hace todo lo contrario. Lo fantástico está, pero al servicio de una causa y de un discurso, volviendo al personaje un instrumento de venganza racial que explota hacia el final con una rabia reaccionaria y, si se quiere, también racista.

Tal vez incluir el año en el título lo hubiese vuelto más honesto, porque Candyman 2021 iba a ser 2020, pero no cambia el punto es una película absolutamente de su tiempo: atropellada, cargada de influencias que se licúan en un terror arty pretendidamente importante, con una causa noble desintegrada entre gritos de guerra, subrayados y maniqueísmo, y acompañada por críticos que quieren quedar bien, como para cerrar el círculo. Al salir del cine, querrás decir su nombre. Candyman es al mismo tiempo una revisión, reboot o secuela espiritual de la trilogía iniciada en 1992 y que supuso una revolución, entre otras cosas, por llevar al horror más comercial un carismático personaje negro, frente a la avalancha de grandes figuras terroríficas blancas y/o normativas. Esta versión lleva más allá el compromiso social de la saga y añade una perspectiva actualizada a la denuncia inicial, todavía vigente, acerca de la violencia histórica ejercida a los afroamericanos en Estados Unidos.

En ocasiones esta búsqueda de actualización, este esfuerzo por vincular siempre los asesinatos de Candyman a una causa racial, queda algo forzada -la escena en el baño con las adolescentes podría ser igual de disfrutable sin estar tan subrayada- pero en general, la película consigue elevar al antihéroe, convirtiéndolo en leyenda, en un concepto eterno. Más preocupada por la inmersión que por el sobresalto, estiliza su legado y se apoya suavemente en la animación cuando necesita recurrir a textos explicativos que permitan seguir avanzando.

Para redondear, Nia Dacosta y Jordan Peele son capaces de invertir, mediante poderío visual y sutiles enfrentamientos a lo establecido, lo equivocados que estamos a la hora de entender unos espacios como terroríficos en lugar de otros. Asusta mucho más el precio del alquiler de tu pisito que la lavandería del barrio. Los asesinatos, aquí, tienen mejores vistas. La película se aleja así de un cine de terror que evoca los sustos o el ‘jump scare’.

Candyman recuerda más -y naturalmente por tratarse del mismo autor- a obras como ¡Huye! o Nosotros de Jordan Peele. Más que una experiencia aterradora, es un drama de horror sobre las víctimas de una sociedad ha olvidado sus nombres. Habla sobre la necesidad de mencionarlos las veces que sean necesarias. Desde los primeros minutos y hasta los créditos finales, el diseño de producción sobresale como pocas películas del género. Desde la gentrificación de Cabini Green y sus peculiares colores, hasta los trucos visuales de reflejo dentro y fuera de las secuencias de asesinatos. Incluso la forma en que Nia DaCosta presenta la historia de Candyman a través de unos títeres y juego de sombras. Al final es el trauma el que corre por las calles y venas de Cabini Green, sus habitantes e incluso aquellos que ya la dejaron.

El mensaje es no olvidar ni a sus víctimas ni los crímenes contra ellos, aunque eso quiera decir que deben hablar de Candyman, no una, sino hasta cinco veces frente al espejo. La película Candyman de Nia DaCosta le da su lugar y respeto a la obra fílmica original. Escuchamos las grabaciones que el personaje de Virgina Madsen grabó mientras hacía su investigación y volvemos a ver a Anne-Marie McCoy, la mujer a la que le quitaron a su bebé y quien lo busca a lo largo de la trama de la película. Pero DaCosta no lo hace a manera easter egg o fan service ya que estos elementos sirven para apoyar la historia e incluso para continuar con el legado de la atemorizante figura que no debe ser nombrada cinco veces frente al espejo, según la veterana y popular terrorífica leyenda urbana.

Lic. Ernesto Lerma, titular de la sección y columna periodística.

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