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Amor sin Barreras | República Cinéfila

Para cada héroe hay una tragedia esperándolo y el cine de Steven Spielberg está repleto de héroes eminentemente trágicos en diferentes niveles porque uno contempla a los protagonistas de filmes tan disímiles como Reto a Muerte (1972), Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (1977), ET-El Extraterrestre (1982), El Imperio del Sol (1987), La Lista de Schindler (1993), Rescatando al Soldado Ryan (1998), Minority Report: Sentencia Previa (2002), Atrápame si Puedes (2003), Guerra de Los Mundos (2005), Munich (2006) y Lincoln (2012) -por citar solo algunos casos- y los ve marcados por la pérdida, el abandono, las ausencias prematuras, el aislamiento, incluso la muerte y/o el sacrificio. En esa vertiente haya quizás que pensar a su remake de Amor sin Barreras, y no tanto desde su abordaje sobre cuestiones raciales e inmigratorias, o la fascinación específica con el musical original de 1961 ganador de diez premios Oscar.

Eso no implica que no haya un interés político ni una necesidad de agregar nuevas lecturas a un clásico que ya de por sí era una relectura de Romeo y Julieta, de William Shakespeare. Sin embargo, antes que nada, el Amor sin Barreras de Spielberg es un filme atravesado por lo heroico, porque encima no hay un solo héroe, sino dos: Tony (Ansel Elgort) y Maria (Rachel Zegler), que pertenecen a comunidades rivales, pero se enamoran a primera vista y para siempre en la ciudad de Nueva York del año 1957. El de ellos es un heroísmo romántico, no solo por el amor fulgurante que los une, sino también porque va a contramano de sus contextos, sus posibilidades y caminos, aunque con el ímpetu suficiente para poner en crisis todo lo que los rodea.

Y también porque es trágicamente sacrificial, destinado a extinguirse a partir de todos los cambios que genera. Pero Amor sin Barreras es también una película donde Spielberg lleva al extremo esa obsesión temática de casi toda su filmografía, que es la ausencia de figuras paternas. Acá, tanto los Jets como los Sharks, que rivalizan desde sus orígenes y sentidos de pertenencia, son pandillas que recuerdan a los Niños Perdidos de Peter Pan y Wendy -por algo Spielberg había pensado inicialmente a Hook como un musical-, niños grandes y crecidos, pero también huérfanos, educados en las calles, a las piñas, sin referentes. La única figura de autoridad consistente es Valentina (Rita Moreno), la dueña de la tienda donde trabaja Tony, aunque no deja de ser una madre postiza, además de una outsider a la que también se ve como alguien que ha ido contra el orden establecido.

Rita Moreno as Valentina in 20th Century Studios’ WEST SIDE STORY.

El resto de los lazos maternos o paternales -como Bernardo (David Alvarez), el hermano de Maria, y su mujer Anita (Ariana DeBose)– son improvisados y/o cuestionados, mientras que los representantes de ley -como el teniente Schrank (Corey Stoll)– son despreciables o ridiculizados. De ahí que la educación o aprendizaje de los protagonistas solo pueda darse desde la violencia o el enamoramiento extremos: amar o matar, esa es la única regla. Claro que Spielberg vuelve a mostrar que su mayor fortaleza puede ser también su mayor debilidad: casi nadie puede filmar el movimiento como él y, por ende, le cuesta detenerse, pensar y hablar con total fluidez. Por eso quizás la primera mitad de Amor sin barreras es muy sólida a partir de cómo construye los conflictos desde la corporalidad, las miradas y el montaje en los planos -tanto los minutos iniciales (con la potente referencia al Lincoln Center) como la secuencia del baile donde se conocen Tony y Maria son magníficas-, pero su segunda parte flaquea bastante al momento de las definiciones a partir de los diálogos y canciones.

Los personajes no llegan a tener la suficiente entidad y son más símbolos -del amor trágico, de la violencia casi poética, del racismo siempre latente, de la necesidad de la integración, de las comunidades desclasadas- que seres realmente completos en sus ambigüedades y contradicciones. ¿Es Amor sin Barreras una decepción? Sí y no.

En parte lo es porque no llega a ser la película que amaga con ser al comienzo, como si su realizador no llegara a apropiarse por completo de la historia que quiso contar. Pero tal vez no tanto, porque Spielberg nos vuelve a confirmar que es un cineasta único, alguien que muchas veces no necesita hablar en voz alta para construir un discurso sólido, porque la enorme sabiduría de sus imágenes lo dicen todo. Y porque, una vez más, vuelve a tomar riesgos: filmar un musical no es para cualquiera, pero el niño Steven nos muestra en varios pasajes que conoce el ritmo y sabe elegir la melodía justa. Spielberg lleva al extremo su habitual paradigma del heroísmo trágico, aunque en esta cinta remake no llegue a hilvanar con total fluidez sus habituales obsesiones.

La primera versión de Amor sin Barreras se estrenó en el año de 1961 y fue un apabullante éxito de taquilla, pero en el escenario fílmico contemporáneo es imposible que la nueva versión dirigida por Spielberg sea acogida con el mismo entusiasmo. Porque estamos en una época en la que cualquier cinta adulta del cine mainstream hollywoodense es tratada como si fuera cine de arte, mientras que el auténtico cine de arte está convertido en una suerte de excéntrico pasatiempo de un fragmento muy pequeño de la población cinéfila. En otras palabras, el impacto taquillero que en algún momento tuvieron ciertos autores fílmicos tanto europeos –Federico Fellini, Ingmar Bergman, Jean Luc Godard, Akira Kurosawa– como hollywoodenses –Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Brian De Palma o el propio Steven Spielberg– es ya cosa del pasado. Y es una pena, porque la nueva versión de Amor sin Barreras es una película que, formalmente hablando, es mucho más propositiva totalmente de lo que fue la cinta original de 1961.

Ariana DeBose as Anita and David Alvarez as Bernardo in 20th Century Studios’ WEST SIDE STORY. Photo by Niko Tavernise. © 2020 Twentieth Century Fox Film Corporation. All Rights Reserved.

Mi 8.5 de calificación a esta producción fílmica, que dirigida por Steven Spielberg, un cineasta más dinámico e inventivo de lo que fue Robert Wise, artesano competente y profesional cuya filmografía fue mucho más valiosa en sus primeros años, cuando dirigió algunas sólidas cintas de género, como Maldición Legendaria (1944), El Profanador de Tumbas (1945) y El Día que Paralizaron la Tierra (1951), así como algunos buenos dramas, como la biopic de Rocky Marciano, El Estigma del Arroyo (1956), protagonizado por el casi debutante Paul Newman, y el drama criminal femenino La Mujer que no Quería Morir (1958), que le hizo ganar un premio Oscar a su actriz protagónica Susan Hayward, al mismo tiempo que él, Wise, obtuvo su primera nominación como mejor director. Aunque Wise había sido nominado al Oscar en 1942 por la edición de Ciudadano Kane (Welles, 1941) y su primer trabajo como director, aunque sin crédito, había sido encargarse de volver a filmar algunas escenas de Soberbia (1942), la obra mayor mutilada del mismo Welles, la realidad es que Wise empezó a ganar cierto prestigio en la industria en los años 50, cuando algunas de sus películas empezaron a recibir nominaciones al Oscar, al mismo tiempo que obtenían buenos dividendos en taquilla.

Wise se convirtió, pues, en uno de tantos cineastas “importantes” del mainstream hollywoodense: sin ser nunca un autor ni en la forma ni en el estilo ni en su ecléctica selección de temas –se podía mover del horror al thriller, del drama al musical, del western a la ciencia ficción–, lo cierto es que era un director muy confiable. Con un buen guion a la mano y un reparto y equipo técnico adecuados, era seguro que podía entregar a tiempo y sin problemas una película atractiva que la gente quisiera ver y que, además, podía resultar oscareable. En este sentido, Amor sin Barreras es la película emblemática de Wise y de un tipo de cine ya extinto en Hollywood. La película está basada con bastante fidelidad en el exitoso musical de Broadway West Side story, escrito por Arthur Laurents (1917-2011), con música de Leonard Bernstein (1918-1990) y canciones del entonces debutante Stephen Sondheim (1930-2021). La historia, una relectura de la arquetípica tragedia shakespeariana Romeo y Julieta, fue pensada por Jerome Robbins como una suerte de adaptación moderna ubicada en el New York contemporáneo.

© 2020 Twentieth Century Fox Film Corporation. All Rights Reserved. Photo by Ramona Rosales.
(Left to Right:) Anybodys (Ezra Menas), Mouthpiece (Ben Cook), Action (Sean Harrison Jones); Jets leader Riff (Mike Faist); Baby John (Patrick Higgins); Tony (Ansel Elgort) and Maria (Rachel Zegler); Maria’s brother and Sharks leader Bernardo (David Alvarez); and Sharks members Quique (Julius Anthony Rubio), Chago (Ricardo Zayas), Chino (Josh Andrés Rivera), Braulio (Sebastian Serra) and Pipo (Carlos Sánchez Falú).

Cuando, en 1944, Robbins empezó a trabajar con esta idea, trazó las insalvables diferencias entre sus protagonistas y sus familias en terrenos raciales y religiosos: el nuevo Romeo debía ser católico irlandés y la nueva Julieta judía israelita, y los dos debían vivir en el este de Manhattan. El proyecto, decididamente trágico y operático, se llamaba East Side Story. Pasó una década hasta que Robbins rescató esta idea, a mediados de los años 50, bajo la iniciativa de Leonard Bernstein, quien invitó al dramaturgo Arthur Laurents a escribir la adaptación respectiva, aunque el músico pensaba que sería mejor ubicar la historia en Los Ángeles, con un Romeo gringo y una Julieta chicana. Laurents propuso regresar todo a Manhattan, pero ahora al lado oeste, con un Romeo de origen polaco y una Julieta puertorriqueña. El nombre de la obra debía ser West Side story y las canciones serían escritas por un compositor veinteañero, un tal Stephen Sondheim, recomendado por el veterano productor, compositor y dramaturgo Oscar Hammerstein (1895-1960).

West Side Story, producida, dirigida y coreografiada por Robbins, se estrenó en Broadway el 26 de septiembre de 1957, con un éxito arrollador: 732 funciones antes de iniciar una gira por todo Estados Unidos en 1959 y, después, una decena de reposiciones, tanto en Broadway como en el West End londinense. Explicar el triunfo de West Side story es sencillo: más allá de la arquetípica historia de un amor imposible, fue un golpe de genio de Laurents traducir la tragedia original al contexto sociocultural estadounidense de los años 50, con sus pandillas juveniles, Rebelde sin causa y las presencias de James Dean y Marlon Brando como telón de fondo. A este coctel agregue usted la música de Bernstein, con una decena de inspiradas canciones escritas por Sondheim, entre las cuales se quedarían en la memoria colectiva por lo menos tres: “María”, la exultante canción de amor que interpreta Tony (Larry Kert) al intoxicarse de amor a primera vista; “Tonight”, que los dos enamorados, María (Carol Lawrence) y Tony, cantan al encontrarse en el balcón; y, por supuesto, “America”, no solo el número musical más conocido de la obra sino, probablemente, uno de los más populares de esa década en Broadway. El choque entre las alegres y plantosas puertorriqueñas que prefieren vivir en Nueva York y sus burlescos novios pandilleros que añoran el “Borinquen querido” está expresado en un vibrante número musical coreografiado con humor y vitalidad, y enmarcado en una atlética coreografía que sería, también, otro de los distintivos de West Side Story.

Más deudores de la fuerza y virilidad de un Gene Kelly que de la elegancia y la suavidad de un Fred Astaire, los personajes de West Side Story usan su cuerpo para subrayar lo que la música de Bernstein y las canciones de Sondheim ya expresaban. Una lucha externa entre dos pandillas, entre dos culturas, entre dos formas de entender el mundo que, a su vez, no es más que una extensión de la lucha interna de los protagonistas, ese héroe trágico que aspira a otro tipo de vida, esa heroína romántica que solo desea amar y que la amen. Amor sin Barreras se empezó a filmar cuando la pieza teatral había vuelto a Broadway después de una gira por todo Estados Unidos, a mediados de 1960. Jerome Robbins había vendido los derechos de West Side Story a Seven Arts Productions con la condición de dirigir la película. El estudio aceptó, siempre y cuando a su lado estuviera el siempre competente y profesional Robert Wise. Los ejecutivos de Seven Arts no se equivocaron: Robbins era un muy buen coreógrafo y director teatral de prestigio en Broadway. Por supuesto, en la actualidad siguen existiendo artesanos fílmicos con la capacidad y la competencia de Robert Wise, pero el triunfo cultural –y no se diga económico– de la película de 1961 les está vedado, a menos que cedan y dirijan alguna cinta de Marvel. El horno cinefílico de nuestros días no está para los bollos de un Robert Wise y, de hecho, ni siquiera de un Steven Spielberg, cuya extraordinaria nueva versión seguramente estará nominada a varios premios Oscar y, en una de esas, gana unos dos o tres o cuatro. No importa: lo cierto es que, parafraseando a cierto clásico reciente, me cambio de nombre si la nueva película de Amor sin Barreras se convierte en la película más taquillera del año 2021 en Estados Unidos, en México o en cualquier otro país del mundo. Esos tiempos lamentablemente ya pasaron y no volverán. Eso sí es una tragedia… y de cine musical.

Lic. Ernesto Lerma, titular de la sección y columna periodística.

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