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República Cinéfila | Erase una vez en Hollywood

Quentin Tarantino es un gran director de cine y tiene en la mano las herramientas para auto-corregirse de una película a la otra. Porque “Había una vez en… Hollywood” no es sólo una de sus mejores películas, sino una que ingresa en el panteón de las obras maestras del cine. Desde “Bastardos sin Gloria” (2009) que a Tarantino le empezó a gustar eso de pensar la Historia y, mucho más, corregirla por la vía de la ficción. Y en su mirada sobre aquel Hollywood de fines de los años 60’s entra tanto una reflexión sobre la industria del cine y sus trabajadores, como un acercamiento a una tragedia colectiva que, corregida, puede significar un cambio radical. Al igual que en “Bastardos sin Gloria”, Tarantino no profetiza sobre cómo sería ese futuro modificado. No le importa, no es su competencia. A Tarantino lo que le importa es el poder sanador del cine, y usar ese poder para modificar aquello que estuvo mal.
 
Y, más que nunca, pensar la Historia como un cuento de hadas, evidente en el título y explícito en el maravilloso epílogo. Tal vez la corrección que hace aquí Tarantino a “Bastardos sin Gloria” es la de incorporarle la humanidad de los personajes de “Jackie Brown” (1997). Su nueva película puede ser entendida, tal vez, como un cruce entre sus dos mejores películas: la distancia cínica, tan habitual en su cine, encuentra aquí un límite y mejora todo. Pero lo bueno de “Había una vez en… Hollywood”, aquello que nos involucra y nos incluye, es que estamos en una película absolutamente tarantinesca sin que eso signifique tener que hacer el esfuerzo intelectual de la sobrelectura y la reinterpretación antojadiza.
 
Esta es una película precisa, hermosa visualmente, imprevisible en sus recovecos, plagada de guiños que no impiden la fluidez narrativa, que sabe decir algo sobre su tiempo sin ser lineal desde lo discursivo y sin preocuparse por la corrección política como esa bonita forma de fascismo, una cinta tan a contracorriente y sin pose, incluso divertida cuando se vuelve desaforada y salvaje. Si tuviese que definir en una sola palabra a la novena producción cinematográfica escrita y dirigida por Tarantino, esta sería evolución. Y no con esto me atrevo a decir que el genial director demuestra en “Había una vez en… Hollywood” una suerte de aprendizaje, sino que pareciera que ha decidido hacer una película que deja un poco de lado el ego para entrar en ciertas convenciones que evitan perder espectadores. En la trama con su sinopsis oficial esta cinta se centra en el panorama cambiante de Hollywood a finales en ladécada de los años 60, cuando la industria empezaba a olvidarse de los pilares clásicos. La estrella de un western televisivo, Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), intenta amoldarse a estos cambios al mismo tiempo que su doble (Brad Pitt). Sin embargo, la vida de Dalton parece que está ligada a sus raíces de Hollywood, puesto que es vecino de la actriz y modelo Sharon Tate (Margot Robbie), que acaba siendo víctima de la familia Manson en la matanza de agosto de 1969. 
 
El nuevo trabajo del cineasta rebosa diversión y buen rollo. De hecho, podría ser el primer título de su filmografía que merece sin ambages el calificativo de comedia. ¿Serán los efectos de su reciente boda? ¿La noción de que Donald Trump la verá algún día? ¿Es el emotivo recuerdo de su niñez en la ciudad de Los Ángeles California de 1969, esa ciudad en la que un Quentin de tres años se pasaba  todo el tiempo viendo la televisión? No lo sabemos. Solo tenemos claro que, por una vez, este filme no plantea ningún cuento moral disfrazado de pastiche cinéfilo. O, al menos, no del todo. Me refiero puntualmente a lo que, en lo personal, más me agrada de sus películas, como lo son esos diálogos interminables y muchas veces triviales y absurdos, que si bien naturalizan situaciones y le dan credibilidad y humanidad a sus personajes, a la larga se hacen llamativos. Los descubrí y aprendí a disfrutar en “Tiempos Violentos” (1994), los padecí un poco en “A Prueba de Muerte” (2006) y casi me hacen caer dormido en “Los 8 Más Odiados” (2015), en la cual también me molestó algo la duración en los planos y en las escenas en general. Claro que entiendo que los excesos y las licencias que se toma Tarantino se deben simplemente a que puede hacerlo y sus fanáticos incluido un servidor, se lo celebramos de modo incondicional.
 
Podría estrenar una película de ocho horas sin cortes y estoy seguro de que llenaría salas con gente que no se despegaría un minuto de la butaca. Y lo sabe. Por eso tengo la impresión de que con “Había una vez en… Hollywood” va por un espectador más clásico, más convencional, de menos paciencia y también menos complaciente. Y su habilidad radica en que para ello no tiene que descuidar a su audiencia más ortodoxa, porque funciona para todos como un mecanismo de relojería. En una época en la que los directores de cine son llamados a rendir cuentas por el modo en que tratan a las mujeres dentro y fuera de la gran pantalla, la muy esperada nueva cinta de Tarantino ha sido examinada con lupa. Para escapar a los reduccionismos, es preciso contextualizar los roles que las mujeres juegan en la película que es como un chiste contado con maestría. La cinta más esperada del año es, al mismo tiempo, la más personal de Tarantino de su brillante filmografía. Leonardo DiCaprio y Brad Pitt sostienen un tremendo duelo de actuación, frente a frente, como dos jóvenes pistoleros que se encuentran bajo el Sol en la cúspide de sus habilidades. Con personajes inventados, su química en pantalla es mágica. Tarantino maliciosamente hace referencia a los días, aproximándose a la fecha fatal. En el que se supone que es el día maldito, Sharon Tate, presentada como una chica hermosa y poco más que ingenua, se encuentra en casa embarazada, con sus amigos y sin Polanski. Como recreación detectivesca, se hace una descripción de los sitios que visita antes de llegar a su mansión. La tensión es insoportable. Se espera que Tarantino, heredero de las glorias sanguinolentas de Sam Peckinpah, prepare un festín de sadismo.
 
Leonardo DiCaprio stars in ONCE UPON A TIME IN HOLLYWOOD.
 
Si “Habia una vez en… Hollywood” invita a algo es a arrellanarse en la butaca y reírse del cine y de quienes lo hacen. Tarantino logra esto, en parte, renunciando por igual a la sordidez y a la trascendencia tanto en su ambientación desde el vestuario a la banda sonora, con los clichés años 60 que son felizmente evitados como en su relato. En las antípodas de filmes como “Cautivos del Mal” o “El Juego de Hollywood”, y olvidando a apostar por el hecho de que 1969 fue el año en el que las nuevas olas pusieron pie con la gran cinta “Easy Rider” mediante los grandes estudios fílmicos, esta película nos lleva de paseo por platós televisivos en un mundo cuya cutrez chocará a los criados en la era post-“Los Soprano” para presentarnos a los intérpretes de segunda fila que les servían de carne de cañón. Es ahí donde entran en juego la buena mano del director para la parodia afectuosa esta vez y, sobre todo, los talentos de actores de gran nivel como Brad Pitt y Leonardo DiCaprio, con todo lo bueno que se diga de ambos es poco, con el primero en funciones de tipo duro y enigmático y, a veces, sin camiseta y con el segundo poniendo su histrionismo en modo “El Lobo de Wall Street” (2013) para encarnar a un saco de ego y de autocompasión cuya carrera daría excusa para un mockumentary estupendo.
 
Y de hecho lo da, incluyendo un guiño a los hermanos Romero Marchent y sus épicas realizadas en Almería, España. El tercer vértice de la película, no menos importante, es esa estrella que es la bella actriz Margot Robbie, cuyas pocas líneas de diálogo quedan compensadas por el empeño en hacerla símbolo de todo lo bello y bueno que pudo ofrecer la Meca del Cine. Idea que cristaliza en una proyección de “La Mansión de Los Siete Placeres” (1968) convertida en prodigio por la destreza del editor y montador Fred Raskin, además del talento de la estrella australiana para expresar infinidad de cosas a través de una sonrisa amplía. En una de las secuencias más hermosas de “Habia una vez en… Hollywood”, Sharon Tate entra en un cine de Los Ángeles, en una sesión matinal, para disfrutar de su última película. Durante la proyección, encantada con la reacción del público, abre los ojos como girasoles, y Tarantino la filma como si fuera una nueva Anna Karina; como si nadie, en fin, pudiera asesinarla ni en sueños.
 
Es una pena, pues, que Robbie solo sirva como un nexo entre las mejores partes del filme y su eslabón más débil. Porque, aunque Tarantino quisiera dejar claro que odia a los hippies y vaya si lo deja claro, su retrato de Charles Manson y su secta aparece tan falto de matices como de interés por una historia que no fue solo sangrienta, sino también trágica en muchos otros aspectos. Imposible distinguir en ese juego de espejos quién mira a quién cuando Robbie, cálida y angelical, le sonríe a su doble real en la pantalla, esa Tate a la que le faltaba poco para morir. Sin embargo, nada más lejos de la intención de Tarantino que lamentarse por un pasado que no fue mejor. Si el cine, nos dice, nos permite reescribir la historia, ¿por qué no ver la nueva versión que hace de ese verano del 69 desde el prisma soleado, expansivo y generoso de la que debe de ser su película más acogedora desde Jackie Brown?
 
Aquí no se trata de ajustar cuentas con Adolf Hitler, como en “Malditos Bastardos” (2009), sino de celebrar que existen tantas historias del cine posibles como actores de serie B y especialistas tronados hubo en la nómina de un Hollywood que estaba mudando de piel. Pero qué le vamos a hacer, las películas sin fisuras nunca han sido lo suyo. A nosotros nos basta con la alegría por ver a un Quentin tan animoso y dispuesto a divertirse, una vez más, con nosotros. El director de “Pulp Fiction” (1994) vuelve a reír en uno de sus filmes más desparejos, pero también más vitales y divertidos. Porque “Había una vez en… Hollywood” no es una cinta épica en el sentido estricto de la palabra, ni siquiera completa un “camino del héroe” que le sirva para pintar el aprendizaje de un personaje heroico o falto de heroicidad, es una aventura pequeña en un marco inmenso y con un desenlace que no decepciona en absoluto. Lo importante, lo esencial, es que de ninguna manera es una película más de la filmografía de Tarantino.
 
Tiene todo para serlo, pero no le sobra nada, lo cual a veces parece el resultado de un corte de productor para que “funcione” en todos los targets. Y curiosamente y como pocas veces ocurre cuando se aplica, lo hace de maravillas. Y el remate es el nudo que se deshace como hecho de seda una vez que estos tres caminos se han cruzado tras una enorme lista de improbabilidades, todo obra del montaje y la atmósfera. Tres historias que son como tres películas que son todas las películas, las que hemos visto y las que veremos. ¿Es “Habia una vez en… Hollywood” el llanto enamorado tras la tragedia de los tiempos idos? Sí, pero es también el rescate de la memoria de esos tiempos idos, el “nunca volveremos a ellos pero sabemos que de ellos venimos” de uno de los autores que nos ha dicho una y otra vez, desde fines del siglo XX y en lo que llevamos del XXI, que el cine es la realidad en la que quiere vivir y que al vivir en esa realidad, tanto él como nosotros, tendremos siempre mejores momentos. “El cine es mejor que la vida” lo dijo alguna vez el gran crítico de cine mexicano Emilio García Riera. Lo es y la muestra es esta gran historia de Quentin Tarantino, que es todo un homenaje y tributo al cine hollywoodense de esa época. Con esta historia, el realizador confirma que es un genio del engaño. Su mano soberbia lleva al espectador por un laberinto de situaciones que no terminan donde se supone que deben acabar. Afortunadamente, genera expectativas que no se cumplen, y deja la sensación de un timo maravilloso. Lo que se ve en su noveno film es un cuento de temática original, en el contexto de una gran historia de amistad incondicional y el preámbulo de una tragedia. Hasta el tono está alrevesado: el drama empequeñece frente a la comedia.
 
 
Un 10 de calificación a una película perfecta porque “Había una vez en… Hollywood” aprovecha para hacer hablar a los próceres de aquellos años, por boca propia y de terceros, como en el cameo de Steve McQueen (Damian Lewis) o las apariciones casi furtivas del director Roman Polanski (Rafal Zawierucha) y Sam Wanamaker (con la perlita de ser interpretado por Nicholas Hammond, el primero que diera vida a Spider-Man en la inolvidable serie televisiva). En esas voces Tarantino expone cómo funciona la industria, para dónde va y las incertidumbres de los actores de fama volátil y múltiples inseguridades como el personaje de Rick Dalton que es un tipo hipersensibilizado, esclavo de su baja autoestima que necesita del reconocimiento para funcionar paso a paso, casi una caricatura de lo que debe ser un actor sin una base emocional que lo contenga de aquellos tiempos y probablemente también de hoy.
 
Cliff, por el contrario, es alguien que deja que la vida lo lleve, que tiene una fortaleza física tan grande como su seguridad y también poca paciencia para aguantar lo que le moleste como en la escena que tiene con un Bruce Lee petulante es antológica. Su luminosa generosidad nunca toma el camino fácil, nunca se somete a las expectativas del público. Esta, recordémoslo, es la película de alguien que programaría una doble sesión de directores como Jean Luc Godard y Antonio Margheriti convencido de que, en cierto modo, juegan en la misma liga, lo que no significa que su cinefilia sea excluyente pues la capacidad de Tarantino para la reapropiación y el homenaje trasciende la política de la cinta para convertirla en una cuestión de tono. El cine como hogar. Poco se ha hablado de los momentos de pausa en el cine de Tarantino, y los que disfruten de su dimensión más digresiva alucinarán con el modo en que utiliza los tiempos relajados y distendidos para que el amor por sus personajes se nos contagie. Así las cosas, en esta preciosa elegía dedicada a la amistad masculina –entre un Leonardo DiCaprio y un Brad Pitt cuya química supera expectativas– hay pocas secuencias climáticas.
 
No hay muchos cineastas que sepan definir a un personaje mientras lo filman conduciendo o dando de comer al perro, sin otro objetivo que pasar un rato con él, y acompañarlo antes de que protagonice una set piece diseñada con el metrónomo en la mano. No hay, tampoco, muchas películas en las que uno se quedaría a vivir, por mucho que la familia Manson estuviera merodeando por los alrededores. Y esta es una de ellas. En ese punto y en la manera en que se define a ambos personajes, la película cumple en lo que debe tener una buddy movie aunque no lo sea. Incluso coquetea permanentemente con el género del western, mostrándonos escenas completas del rodaje de uno y, a modo de cajas chinas, sin tampoco serlo, para terminar coronando todo con elementos típicos de un filme de asesinatos, aunque, desde ya tampoco lo sea. Pero en medio de todo eso, para cuando nos acostumbramos a las desventuras de Rick y Cliff, juntos o por separado, casi que ni esperamos que vaya a suceder lo que históricamente sabemos, porque ya todo es interesante en ese Hollywood de fines de los 60 tan preciso y detallado que nos pintó el director. No será mi función delatar qué tan apegado es a la realidad de lo elegido como anécdota, pero bastará con recordar lo que hizo con “Bastardos sin Gloria” como para saber que todo es posible en las implicancias hasta verlo a Dalton quemando nazis con un lanzallamas en una auto-referencia brutal de la nombrada película. Y si esta no es la cereza del postre en la interesante y llamativa filmografía de Tarantino, no puedo imaginar qué nos espera en la décima prometida como su última cinta, que no puede dejar de serlo elevando la expectativa como solo sabe hacerlo el gran director que ante todo es un gran cinefilo y aquí, lo demuestra con creces en una de las mejores cintas de este año 2019. A lo largo de toda la película, lo que llama más la atención es la visita a los sets.
 
Tarantino juguetea con su oficio y se permite desahogar todas sus inquietudes como realizador. Expone sus obsesiones de la cultura pop, en particular las que se refieren al cine y la televisión, temas en los que, se sabe, es una enciclopedia. La recreación de la época es nostálgicamente impecable. Hay un esfuerzo sobresaliente por evocar la época hippie, con vestuarios, coches, urbanismo y todo el glamour de la Meca del cine. “Había una vez… en Hollywood” tiene un título épico, con ecos de las grandes producciones de su admirado Sergio Leone.
 
 
Lic. Ernesto Lerma, titular de la sección y columna periodística.
 

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