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Avatar: El Camino del Agua | República Cinéfila

El realizador canadiense James Cameron vuelve a fascinar con la muy esperada secuela de Avatar, un filme que es un poco más de lo mismo pero que nunca deja de reflexionar a partir de sus impactantes imágenes digitales.

Parecería imposible hablar de Avatar: El Camino del Agua sin hacer escala en dos factores que, en cierta medida, exceden a la propia película. Una escala es su cualidad técnica, la otra el carácter obsesivo con el que James Cameron se dispuso a construir un mundo sobre el mundo que ya había construido con Avatar de 2009. Hay que reconocer que medir a esta secuela por esas cuestiones, sobre todo por la segunda, es un poco injusto para el resto de las películas: básicamente porque ya no existe en el cine actual de contadores públicos que se hace en Hollywood gente como Cameron que dedique su vida a un proyecto gigantesco como el que tiene en manos; un universo propio, creado a imagen y semejanza de sus múltiples influencias literarias y cinematográficas, pero tan propio como una patria algo intentó el cineasta M. Night Shyamalan con su trilogía traída de los pelos y fallidamente cerrada en Glass (2019).

En lo concreto estamos ante una historia básica de supervivencia que abreva en el sincretismo religioso y medioambientalista, expresado como una fábula, pero es la propia empresa del director, con la que intenta mostrarse como un pionero afiebrado, un Fitzcarraldo que arrastra su propia nave hecha en CGI, lo que le da verdadero valor. Que a través de las imágenes que genera se logre traficar su obsesión y su deseo es algo poco habitual y habla de su maestría. La tecnología en el cine de Cameron ha estado presente desde siempre, como materia con la que trabaja y como tema. Eso confluye perfectamente en Titanic, donde le da un cierre al melodrama clásico de Hollywood montándolo sobre la pesadilla del capitalismo industrializado. Y todo esto, en el soporte de la película industrial más perfecta que podíamos conseguir hacia fines del siglo pasado.

De Titanic al presente el director ha estrenado tan solo dos películas, Avatar y su secuela. Por lo tanto, Titanic puede ser entendida no solo como la película que le dio cierre a las formas de un tipo de relato, sino además como la que le dio cierre al tipo de relato característico de Cameron. Porque tanto Avatar como Avatar: El Camino del Agua han atomizado hasta el extremo aspectos argumentativos de sus películas (y esto no es un comentario peyorativo), para definirse finalmente en el terreno de la tecnología y lo expeditivo. Es decir, a Cameron le está ganando la pulseada el inventor por sobre el director de cine, aunque tarde o temprano este último se termina imponiendo. De ahí que sus películas sean no solo asombrosas, sino además fascinantes. Lo que va del asombro a la fascinación es lo que separa a un simple hacedor de trucos de un director de cine talentoso.

El Origen (2010), de Christopher Nolan, nos asombra con sus imágenes que nos dejan con la boca abierta un rato, pero nunca nos permite ingresar a un mundo que miramos como un cuadro. Por el contrario, Cameron nos invita a zambullirnos, de la misma manera que lo hacía Spielberg en la también fundamental -a los fines del cine mainstream– Jurassic Park. Si en Cameron observamos la lucha entre un Jekyll y un Hyde, entre el inventor y el director de cine, la pulseada se va inclinando para el lado del segundo porque en el medio aparece otra figura: el documentalista. Lo que hace el documentalista es básicamente traducir desde una perspectiva cinematográfica para qué sirve lo que el inventor creó, y entregárselo al director de cine para que se luzca en lo narrativo.

Avatar: El Camino del Agua está dividida en tres actos perfectamente marcados. El primero, donde Cameron narra a pura síntesis y con elipsis definidas, es aquel donde sienta las bases del conflicto: Jake Sully y su familia acechada por los invasores, y la decisión de escapar porque el padre protege (ya veremos hacia el final cómo esa idea se subvierte y la película termina siendo una aventura juvenil). El tercero, donde estalla la acción, donde los personajes se enfrentan con un aire inevitablemente trágico, y donde aparece el Cameron espectacular, el que maneja la puesta en escena con maestría, impactando como ningún otro en la retina del espectador. Pero es el segundo acto, el que parecería más derivativo y menos relevante para el conflicto central, donde surge el Cameron documentalista. Jake y los suyos se mudaron junto a una nueva tribu, que tiene un contacto directo con el mar. Y esto le da lugar al director para que inspeccione ese universo nuevo, en un micro-relato que es como una síntesis de los 160 minutos de la primera Avatar en la que todo era novedoso. Aún con los excesos del discurso medioambientalista y pacifista (que por otro lado parece suspender cuando estalla la acción, lo que resulta una bonita contradicción que le da matices al relato), todo ese segundo tramo de la película es fundamental para que comprendamos por qué importa luchar, qué es lo que los personajes defienden: la cámara se detiene en detalles, en criaturas que esconden un significado.

Lo que parece puro preciosismo y exhibicionismo, se revela como una mirada embelesada por la propia creación; es la puesta en imágenes de las ideas que flotan en el aire de Pandora. Pocos directores son tan capaces de reflexionar a partir de la imagen digital y de darle un verdadero sentido a su exploración. Es en esos pasajes donde aparece también el valor definitivo de una película como Avatar: El Camino del Agua, que termina siendo una invitación a participar de una experiencia. Si bien la película parece estar hecha de retazos de otras películas, incluso de otras películas del propio Cameron, hay motivos visuales que recuerdan a Aliens, a Titanic, a El Secreto del Abismo, en lo concreto no hay nada en el cine actual que se le parezca y no se parece a nada. Y no hablamos aquí de cuestiones tecnológicas o visuales, sino más bien de aspectos narrativos, de organicidad de un relato que dura 190 minutos y se pasa volando, de una forma personal de entender el cine de entretenimiento, algo que para algunas narices elevadas parecería imposible.

Cameron redobla la apuesta de Avatar, y si bien su nuevo film parece un poco más de lo mismo y ese es su mayor pecado, hay en esa apuesta solitaria que lleva adelante algo emocionante y vibrante, de un tipo que está dispuesto a cerrar su filmografía con una saga inagotable de películas que nadie le pidió y, sinceramente, no sé a esta altura a cuántos les interesa realmente. Esa apuesta por el cine tecnológicamente más avanzado del mundo para convocar a los espectadores al ritual antiguo de congregarse en un espacio oscuro para fascinarse con las luces proyectadas sobre la pared. Para quien no haya visto la cinta original del año de 2009, en este espectáculo mega-épico visual ideado por James Cameron, los avatares son una suerte de humanoides, creados en laboratorio a partir de la unión de ADN humano con ADN Na’vi, pueblo de gigantes guerreros azules, habitantes de la luna Pandora.

El Hombre, en su necesidad de encontrar nuevas fuentes de energía, ha llegado hasta ese remoto lugar de la galaxia. Allí planea avanzar sobre la población nativa para despojarlos de un mineral costosísimo que reside en su subsuelo. Puesto que a los terrícolas les es imposible respirar el aire de Pandora, es necesario que los avatares, controlados a distancia por los respectivos seres humanos que brindaron su ADN para crearlos, se infiltren entre los Na’vi y consigan de ellos la información necesaria para que la avanzada militar sea exitosa. Jake Sully (Sam Worthington), un ex marine lisiado, llega a Pandora para reemplazar a su hermano gemelo muerto, ya que posee su mismo ADN. Debe infiltrarse entre los nativos, contactar a su avatar y reportar los descubrimientos, tanto al comando militar como al equipo de científicos comandados por la Dra. Grace Augustine (Sigourney Weaver). El menos avezado de los espectadores no tarda en adivinar que los Na’vi le enseñarán a Jake una concepción del mundo radicalmente nueva. Le mostrarán cómo respetar y ser uno con todo lo que lo rodea; Jake descubrirá valores profundos, una nueva y ecológica religión, y encontrará el amor en la bella princesa Neytiri.

También se entrevé de lejos que Jake habrá de enfrentar a su propia raza y luchar junto a los Na’vi para preservar su maravilloso mundo. Claro que el argumento no es el fuerte de esta película, pero tampoco es su mayor problema. La historia de la conquista y descubrimiento de un nuevo mundo se ha visto una y mil veces, y no por eso es menos atractiva. El gran problema aquí es la metáfora… que no es tal. De la sutileza de la figura retórica poco ha quedado. Sentido literal y sentido figural se han vuelto uno. O casi uno. Las comparaciones no se sugieren, se explicitan: que la conquista del Oeste americano, que la avanzada militar sobre Irak, que la matanza de los indígenas americanos, que la destrucción del equilibrio ecológico, que la explotación de los recursos naturales, etc., etc., etc. Corrección política siempre sazonada con altas dosis de destreza tecnológica.

No quedó lugar alguno para el libre juego de imaginación/entendimiento por parte del espectador. Nada de asociar aleatoriamente, nada de buscar conexiones ocultas. Nada que reverbere después de ser visto. Todo ha sido debidamente masticado y puesto sobre la superficie. Carteles de luminosa fosforescencia nos indican el camino. Si de espectacularidad se trata, Cameron la verdad no defrauda. El mundo de Pandora fue creado para ser visto en 3D: a diferencia de la mayoría de las películas en este formato, Avatar no necesita arrojar nada sobre la cara del espectador para conseguir que el efecto tridimensional se vea. Su utilización es impecable. Las imágenes, llenas de colores incandescentes, criaturas fantásticas y paisajes soñados, relucen como oro y encontraron en el 3D su forma de expresión más cabal. En las manos de Cameron, el mundo virtual y el mundo real se imbrican sin tropiezos, haciendo gala de una técnica ajustada al servicio de la narración.

Tal vez sea porque aún no estamos acostumbrados a este tipo de cine pero, a pesar de la espectacularidad de las imágenes y de la belleza exótica de ese paraíso virtual, tendemos a buscar rastros de realidad en ese mundo. No logramos conectarnos plenamente con esos avatares, no sentimos plena empatía con ellos, no percibimos química entre la pareja protagónica; en definitiva, al cabo de un par de horas largas frente a esos dos mundos –real y virtual– terminaremos por no creernos a ninguno de los dos. No hay edén generado por computadora que pueda resultar más asombroso y desconcertante que nuestro mundo con todas sus fallas. Es por eso que, en muchas ocasiones durante la película, la imagen de una acción y aventura banal, como la del Jake humano poniéndose crema de afeitar en su rostro frente a un espejo, tiene una fuerza, una intensidad de la que la virtualidad de un avatar gigante, haciendo un salto acrobático, carece sin remedio.

Mi 8 de calificación a esta llamativa producción fílmica con la obsesión por el agua de James Cameron no se inició con El Secreto del Abismo o con Titanic. Tampoco con sus impresionantes documentales sobre los misterios del mundo submarino como El Bismarck, Fantasmas del abismo o Criaturas del abismo. Todo comenzó con Piraña II: Los vampiros del mar, la terrible secuela del clásico del explotation dirigido por Joe Dante. Esa cinta de 1981 con efectos especiales baratos y pésimas actuaciones, dista muchísimo de Terminator, la obra maestra del ciberpunk que sería elogiada por el gran Andréi Tarkovsky.

La secuela de esta cinta sería mucho más grande en presupuesto y efectos especiales, pero no llegaría a ser tan imponente como su predecesora y la saga se arruinaría con una serie de entregas insulsas y horripilantes, asumidas por otros directores. Por otra parte, Aliens, la secuela del clásico de la ciencia ficción dirigido por Ridley Scott, se alejaría del horror para enfocarse en la acción, y el resultado sería tremendamente efectivo. Sin embargo, Cameron, un amante del aspecto tecnológico del cine, sucumbió al igual que su colega George Lucas, al deseo de impresionar a sus espectadores con Titanic y Avatar.

Estas dos películas se convirtieron en las más caras de la historia y serían unos productos sobrecargados de efectos especiales, pero carentes del calor y la emoción de sus primeros trabajos. De todas maneras, la recreación del hundimiento del trasatlántico y el relato sobre unos seres azules atormentados por unos humanos invasores, resultarían siendo las películas más taquilleras de todos los tiempos. La secuela de Avatar le tomó a James Cameron más de trece años. En el proceso, los estudios 20th Century Fox fueron comprados por Disney y por fin, bajo el auspicio de la casa del ratón, su película sale a la luz. No solo eso. Cameron ha prometido tres entregas más, programadas para los años 2024, 2026 y 2028, respectivamente, y con un costo colectivo de más de un billón de dólares. Atrás quedó el director de cintas de bajo presupuesto como Piraña II y la primera parte de Terminator.

Si Cartman, el personaje de la serie animada South Park, se refirió a Avatar como “Danza con pitufos” (haciendo alusión al Western revisionista de Kevin Costner y a las criaturas azules creadas por el belga Peyo), Avatar: El Camino del Agua, bien puede asumirse como “Los Snorkerls: Rápidos y Furiosos”. El nuevo trabajo de Cameron costó más de trescientos cincuenta millones de dólares y es toda una despampanante golosina visual, llena de brillo y colorido. Más que una película, la secuela de Avatar se siente como una introducción de más de tres horas de un videojuego de última generación, sin la experiencia interactiva que, en últimas, diferencia a un videojuego de una película de cine.

El problema con El Camino del Agua radica en que es un paquete bello pero casi vacío. Atrás quedó la historia que exploraba temas como la empatía, el colonialismo y el racismo. Asimismo, el clásico “viaje del héroe” que de una manera experta desarrolló Cameron en su “Danza con Pitufos”, ahora es reemplazado con una colcha de retazos más grande, más larga y sin cortes (nótese la referencia cínica a la película de South Park), la cual presenta numerosos problemas de lógica, que se ocultan tras un derroche de efectos visuales y una exaltación a la importancia de la “familia”, del mismo modo como Toretto la ha hecho de una manera recalcitrante y sin muchos argumentos, en las nueve partes de la saga de Rápidos y Furiosos.

Las imágenes en 3D de El camino del agua llegan a ser altamente inmersivas, pero, paradójicamente, las miradas vacías de los personajes y los movimientos hiperrealistas no dejan que nos involucremos con lo que sucede en la pantalla. Al igual que con El Hobbit, los cinéfilos preferirán una versión en 2D que se sienta más humana y no el producto de una máquina (nótese la referencia cínica a Terminator). Esto nos lleva al guion, que bien parece el producto de un algoritmo y que combina de una manera indiscriminada los grandes éxitos de Cameron con cintas como Liberen a Willy, FernGully y Aquaman, nótese la referencia cínica a la serie de televisión Entourage, por no mencionar de nuevo a Rápido y Furioso. En un primer acto, Sully (Sam Worthington convertido en un Michael Biehn modelo T-3000), vive con su pareja Neytiri (Zoe Saldana más sobreactuada que nunca) y con una “familia” conformada por Kiri (Sigourney Weaver irreconocible), la hija con poderes místicos; Neteyam (Jamie Flatters), el hijo mayor y el favorito de su padre; Lo’ak (Britain Dalton), el chico rebelde; y Tuk (Trinity Bliss), la niña tierna del clan.

Junto con ellos encontramos a Spider (Jack Champion), un vástago humano hijo del malvado Quaritch, adoptado por los Na’vi y con la apariencia de Anakin Skywalker combinado con el protagonista de la olvidada serie Patota y el joven salvaje. El coronel Quaritch (Stephen Lang muy lejos de la amenaza que encarnó en No respires) y su grupo de Marines (similares al grupo de Aliens), se han convertido en Na’vi y han conseguido el apoyo de la general Frances Ardmore (una desperdiciada Eddie Falco) para regresar a Pandora y cumplir con la misión de cazar y eliminar al renegado Sully, a quien Quaritch odia más que Gargamel a los Pitufos. Atrás quedó el Unobtanium, la sustancia que los humanos extraen de Pandora como fuente de energía, la cual no se llega a mencionar (probablemente la historia quedaba muy parecida a las premisas de Pantera negra y su vibranium o a Mundo extraño y su pando). ¡Esta vez la cosa es personal! Sully, al enterarse que Quaritch y su escuadrón vienen por él, decide abandonar su tribu y migrar con su familia a las playas donde habita el clan Metkayina.

Este grupo de “snorkels” de color aguamarina y constitución diferente, es liderado por Tonowari (Cliff Curtis) y su esposa Ronal (Kate Winslet), y se parece a una comuna de surfistas hippies que vive en armonía con el mar. Los Metkayina han establecido un fuerte vínculo con una especie de “ballenas” mucho más inteligentes y sensibles que nosotros, los míseros humanos. Estos humanos son representados por un malvado cazador (Brendan Cowell) y un mezquino biólogo marino (Jemaine Clement), que asesinan a las “ballenas” para extraer de ellas una misteriosa sustancia que impide el envejecimiento. Cualquiera que haya visto más de diez películas en su vida se adelantará a lo que viene. Los humanos van a interrumpir el modo de vida de los Metkayina, quienes tendrán que defenderse; Lo’ak, el chico rebelde, entablará una gran amistad con una ballena renegada; Spider cuestionará su lealtad; los poderes místicos de Kiri serán de gran ayuda al final; Sully y Quaritch se enfrentarán mano a mano como si se tratara de Arnold Schwarzenegger y Bill Paxton en Mentiras verdaderas; y uno de los miembros de la familia morirá trágicamente en medio de una hecatombe marítima muy parecida a la de Titanic. En El Camino del Agua, el concepto de spoiler sinceramente no aplica.

La película de Cameron impresiona por sus imágenes en 3D, pero los personajes, con unos diálogos extraídos de series animadas de Hanna-Barbera, carecen de toda dimensión. Las escenas de acción y las persecuciones no poseen la visceralidad obtenida por Cameron en sus dos filmes de Terminator (1984/1991) y en la cinta de Aliens (1986). Pero eso sí, la cursilería empalagosa de Titanic (1997), junto con la edulcorada música de James Horner y The Weekend reemplazando a la cantante Celine Dion, está más que presente. Pero no hay por qué temer. Todos quieren ver esta nueva película y el resultado ha sido otro mega-éxito mundial de taquilla. Un gran director como Martin Scorsese debería dejar de atacar a las películas de Marvel Studios y enfocar su mirada en este costoso parque de diversiones virtual con pretensiones de película de cine y que esta lo es.

Lic. Ernesto Lerma, titular de la sección y columna periodística.

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