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Bardo, falsa cronica de unas cuantas verdades | República Cinéfila

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, es la película más personal de Alejandro González Iñárritu hasta la fecha, y donde este trabajó como guionista, editor, productor y director.

Realmente es complicado enfrentarse a lo que uno ve en pantalla con completa objetividad y sin prejuicio alguno, en especial cuando se trata de una película tan esperada como Bardo: Falsa crónica de unas cuantas verdades, de González Iñárritu.

Desde las primeras aproximaciones que se puede tener a ésta gracias a entrevistas y reportajes uno se da cuenta de que está por mirar la película más personal del cineasta, el cual además de decir lo anterior, también menciona que más que una historia lineal es un conjunto de treinta y dos secuencias finamente ligadas que no deben pensarse sino sentirse. La película parece ir en contra de lo dicho ya que las secuencias se entrelazan en una narrativa convencional adornada por ejercicios oníricos, y algunos hasta metanarrativos, que hacen alusión a la misma película. La trama en la historia es la de Silverio Gama, un periodista/documentalista mexicano que hace ya más de 20 años radica en Estados Unidos, el cual recibirá un premio por su larga trayectoria. A partir de ahí y a la vez años antes, con la pérdida de su hijo unas horas después de nacer, comienza la travesía del protagonista a través de lo que parece son recuerdos, partes de un documental que él hizo, premoniciones o alucinaciones. La situación que me parece más compleja no es si Bardo (2022) es buena o no, sino algunas de las preguntas que me surgen a raíz de la película, pero no gracias a ésta.

¿El autor puede sostener a la película? El personaje interpretado por Daniel Jiménez Cacho resulta ser un reflejo del propio director. Dejando de lado el peinado y los lentes oscuros cuadrados, manifiesta inseguridades, dudas y problemas que podrían hacer que el espectador empatice no sólo con el protagonista sino con el autor de la misma. Sin embargo, esto rara vez pasa, en especial cuando al que se mira es al director y no a un personaje que tendría que cobrar vida en pantalla. No deja de ser un personaje complejo, pero al tener el recordatorio de que es justo eso, un personaje, uno mira el artefacto constantemente impidiendo que se logre adentrar ya no sólo en la historia sino en las imágenes y sonidos.

Pareciera que todo el conocimiento de lo extracinematográfico concerniente a la película funcionara más como un escudo o barrera que como una lanza que permitiera introducir una emoción en el espectador. A lo largo de la película los momentos más amenos son donde el personaje no reflexiona sobre su pasado o el pasado de Iñárritu nacido en la Ciudad de México, 1963, sino que sólo está, cuando comparte momentos íntimos con los miembros de su familia, con los cuales por cierto uno siente siempre más afinidad. ¿Cómo se representa a México y a los mexicanos? El problema de la identidad aparece de manera literal y a veces de maneras más sutiles a lo largo de las casi tres horas de metraje. Pese a ello, la manera en la que se presenta me parece que más de una vez cae en el cliché, la idea de los ajolotes que se ha retomado por varios intelectuales desde hace algún tiempo, los documentales sobre migrantes y esa suerte de exotismo con el que se mira la fe católica, en especial a la Virgen.

Cuando ha pasado la primera hora y uno piensa que se han agotado los elementos que estereotipan lo mexicano aparece un xoloitzcuintle. La repetición de dichos elementos no es el problema, sino que en una película donde aparentemente se trata de una experiencia individual, se intente hacer un mural complejo que termina por concretarse en un “chilangocentrismo” clásico. En los festivales de cine europeos Bardo ha tenido una recepción bastante problemática y cabe preguntarnos cómo influye el hecho de que es una recepción europea. Sabemos que una película no necesariamente tiene que compartir códigos culturales con su audiencia, no debería hacerlo para tener un efecto, pero creo que Bardo está llena de cosas que solo los mexicanos entendemos en cuanto a los temas de la migración hacia Estados Unidos, el de las consecuencias de la conquista, el de la violencia y su impunidad.

Bardo nos invita a un llamativo viaje visual y sonoro, de personajes que, además, nos da una lectura de un México que necesita reflexionar sobre sí mismo por ser lamentablemente un país tan fracturado, tan clasista, tan racista, tan tremendamente conservador en muchos sentidos. Nos merecemos esa reflexión cinematográfica. Un grave defecto que tenemos los mexicanos es querer que nos hablen bonito siempre, incluyendo los personajes de las películas, que no sean contradictorios, que no nos desconcierten, que si van a ser buenos sean buenos todo el tiempo y que si son malos se arrepientan de ser malos. Silverio, interpretado por Daniel Giménez Cacho, presenta muchas contradicciones: se sabe perteneciente a un sector de la sociedad mexicana que goza de muchos privilegios y los acepta, pero está consciente de que al hacerlo tiene una ventaja frente a muchas otras personas. Y, coincido, en el actual cine mexicano nos falta que haya estos matices, estos choques internos del personaje.

Mi 8 de calificación a esta ambiciosa y personal película del prestigiado realizador nacional que pese a la recepción que ha tenido en festivales europeos, la nueva cinta de Alejandro González Iñárritu insiste en jugar con la verdad y la mentira en su biografía emocional cuestiona los mitos sobre los que está fundado el país y sus vicios más arraigados en la trama de Silverio (Daniel Gimenez-Cacho), que es un reconocido periodista y cineasta mexicano, se ve obligado a regresar a México, sin saber que este viaje lo llevará a un límite existencial. Se enfrenta a preguntas universales sobre la identidad rota, la mortalidad, México y los lazos familiares emocionales que comparte con su esposa e hijos.

El problema de la identidad de lo mexicano rara vez aparece, aunque por momentos se toque la identidad del protagonista, que termina por hacer reflexiones sobre la migración o el mestizaje que no parecen decir nada nuevo. El paso de las calles del Centro Histórico de la ciudad de México, repletas de gente que poco a poco comienzan a colapsar como metáfora de la de los desaparecidos en el país y que termina en un Zócalo sin un alma viva está realizada con una maestría impecable: el paso del día soleado a una suerte de anochecer adornado por unas cuantas estrellas demuestra la gran capacidad del director para crear imágenes impresionantes.

Con todo, al subir una montaña de cadáveres indígenas y al tener una conversación de lo más intrascendente Hernán Cortés, todo lo bello de la imagen se olvida, parece que se vuelve a develar el aparato cinematográfico operado por el autor y la bella secuencia se muestra como pura forma pero sin contenido. De igual manera hay una reflexión constante sobre el quehacer cinematográfico y establece una especie de constante crítica no sólo hacia su persona sino hacia la película misma. Todas las críticas que uno puede hacerle a la película están contenidas en ella, personajes o circunstancias lo demuestran durante las casi tres horas de duración.

El personaje de Luis, un periodista con el que Silverio inicia la carrera, y que a diferencia de él, decide quedarse en México es el crítico más acérrimo que tiene. Éste dice con completa contundencia todo lo que a la película podría cuestionársele, pero cuando tienen la mayor confrontación, Silverio simplemente deja de escucharlo; la boca de Luis deja de emitir sonido alguno. Esto pudiera dar lugar a pensar que autoconciencia no es necesariamente un concepto intercambiable por el de autocrítica. La película pareciera alejarse de lo segundo para sólo enunciar todo lo que el espectador pudiera reprocharle después, casi como si se le adelantara y en un esfuerzo veloz se pusiera en un lugar privilegiado al espectador.

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Aunque eso es falso. Bardo al final es un despliegue espectacular de secuencias que pocos cineastas tienen la capacidad, el oficio y, por supuesto, los recursos para realizar, sin embargo, se come a sí misma, dejando al espectador justo en el lugar que en teoría no tendría que estar, entendiendo todo y sintiendo poco. Lo que hace Bardo, a la hora de voltear a ver a México, es revisar los mitos en los que está fundado este país. Los mitos son mitad mentira y mitad verdad, y mitad invención y mitad interpretación.

Si lo hubiera puesto de una manera mucho más realista, yo creo que no habría entrado como entra en la película, porque está cuestionando las historias que nos hemos contado como país, de la misma forma que él se cuestiona las historias que él ha vivido y que cree recordar de una forma y a lo mejor ocurrieron de otra. A final de cuentas, en medio de tanta metáfora, en medio de tanto símbolo, lo más real que tiene Bardo son las reacciones de sus personajes. El guion está tan bien pulido que lo van a comprender. La película está abierta a muchas interpretaciones y pueden conectar con ella por muchos lados.

Tampoco se trata de que conecten con ella todo el tiempo. Creo que ahí hay una clave para ver Bardo y otras películas. Si nos vamos al caso más famoso, por ejemplo, la clásica cinta de 8½ de Fellini que muestra las debilidades del personaje. Se encuentra rodeado de gente, es exitoso, le van a dar un premio, pero él no deja de sentirse solo, no deja de señalarse a sí mismo por haber abandonado a su familia, no deja de sentir o de cuestionarse a sí mismo por gozar de ciertos privilegios y creo que eso es lo más interesante en Bardo aunque personalmente me recordó al de los entrañable filmes mexicanos Los caifanes y El castillo de la pureza donde González Iñárritu vuelve a esa Ciudad de México, en particular a la de los cineastas de la segunda mitad del siglo pasado. Bardo, más que explicar quién es Alejandro González Iñárritu, lo que hace es invitarnos a nadar en estas capas muy difusas que establece y a imaginar lo que queramos.

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Sí es una película reflexiva y personal, pero son sus experiencias metidas en otras realidades que nos deberían dar espacios para pensar en el país en el que actualmente estamos viviendo. Un país que expulsa migrantes y que es muy violento hacia dentro. Esta no era una biografía sino una emografía, una biografía emocional de cosas que no son ciertas. Que es un poco lo que dice el subtítulo de la película: una falsa crónica de unas cuantas verdades, Alejandro no ha negado que el biografiado sea él, entonces podríamos creer que en Bardo se está refiriendo a sí mismo y a emociones relativas a sus veinte años fuera de México. Y no habla a partir de episodios reales, pero sí de sensaciones que ha tenido. Bardo es incómoda en muchos momentos. Era tan incómoda que le cortaron veintidós minutos como para hacerla más llevadera. No es que cueste trabajo verla, pero sí nos está invitando a no estar de acuerdo con ciertos capítulos, a no estar de acuerdo con lo que dicen o hacen ciertos personajes y a no estar de acuerdo con el país que está retratando a través de los ojos de Silverio: un México racista y clasista. Si en ese retrato el personaje se pone del lado de un país justo, donde todo mundo está integrado, pues resultaría bastante más hipócrita que la supuesta satisfacción al ego, que ya todo el mundo le está achacando a la película. Silverio Gama, el documentalista, o sea, el alter ego de Alejandro González Iñárritu en Bardo, no pretende ser alguien con falsa humildad o que busca ser amigo de todos, sino que la película lo presenta como alguien que tal vez se arrepiente de ciertas decisiones, pero que no quiere dar una imagen de accesibilidad y está en su derecho. Creo que el público mexicano, y los mexicanos en general, le tenemos cierto rechazo a las personas que se asumen así. Pareciera que preferimos la falsa humildad.

Lic. Ernesto Lerma, titular de la sección y columna periodística.

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